sábado, 28 de abril de 2012

de las mil y una formas de morir

La primera vez que fui enterrado era una hermosa mañana de invierno. Había hecho un viaje extenso, realmente muy largo. Fallecí en el extranjero. El médico había decidido que era momento de irme cuando estaba conversando amablemente con Sofía. Sofía, ¿Es posible que se haya acercado hasta aquí? Pobrecita. Está vestida con un sobretodo adecuado para el clima, se calzó unas botas con piel y se puso su cachemir rojo. Aún así, creo que está sintiendo un poco de frío, quisiera poder abrazarla. Ese había sido mi primer funeral, sobrio, desgarrador y emocionante. Yo era muy joven, con un futuro prometedor. Fui doctor en ciencias políticas. Una persona muy buena, estudiosa, adorable. Pero en aquellos tiempos la ciencia no estaba avanzada, y no pudieron salvarme. Al poco tiempo de ser enterrado vivo, porque no me gusta hablar de muerte donde no la hay, reencarné en un hombre decente, a simple vista, pero con un historial de estafas y malos tratos que no me alcanzaría un velorio entero para hablar de cada uno de ellos. Esa vida no me gustó para nada. Intenté que fuera un hombre de bien, pero se resistía a cada instante. Se empeñó en hacerse adicto a unas drogas durísimas, y tuvieron que enterrar el cuerpo a una mediana edad. Sus hijos salieron bastante bien, aunque uno de ellos pareciera que va por el mismo camino, esperemos que no. En este caso no hubo funeral, el entierro se hizo muy corto. Aún así, asistió gente de mucho dinero, también se acercaron algunos periodistas que el custodio de seguridad no tardó en echar. Al parecer era un tipo muy poderoso. Éramos muy poderosos, en fin, no viene al caso entrar en detalles con alguien que no merece la pena. Me costó mucho volver a la realidad luego de ese escandaloso final, nadie quería cobijarme en su ser, y eso que yo no tenía nada que ver con esa persona nefasta, insensible, que había dañado mi reputación. Pero como todo lo que es bueno tarda en llegar, mi tercera aparición fue dentro de un cuerpo renovado. Mi tío, viajero de cuatro vidas, decía que la tierra hacía bien para el cutis. Ya lo creo, me hizo muy bien a mí, que me la pasé enterrado unos cuatro años. En esta vuelta mi vida fue cortísima, no habré durado más de ciento treinta años, teniendo en cuenta que para esa época la esperanza de vida rondaba los doscientos ochenta. Hay que decirlo, aunque me cueste aceptarlo, que en esta última vida fui un auténtico invisible. Nadie se fijaba en mí, no podía establecer relación alguna con la gente. Mis padres habían fallecido muy jóvenes por las guerras virtuales de los hackers. Y mis hermanos mayores y yo nos las habíamos ingeniado como podíamos para crecer con ese aparato, el adiestrador portátil, una especie de computadora. Establecía relaciones, pero de manera muy vaga. Tuve amores, sí, claro, pero nada estable. Ah, Sofía. Fue así que, llegada mi hora, tuve que propinarme yo mismo mi propio funeral. Parece que ya no existían los entierros como tales, así que fue todo un tramiterío organizarme estando muerto. En una charla que tuve en el limbo con mi tatara tatara sobrinonieto, un curioso de la vida y de la muerte que se ufana de tener ya, a su edad, unas ocho vidas, me hizo dar cuenta de las novedades en funeraria. - ¿Para qué sirve taparse con tierra?- me dijo muy alegremente. Y se esfumó como un holograma haciéndose invisible y dejando estelas de dorada luz. Caí en la cuenta que no tenía ningún sentido para un tipo como yo, seguir pensándome inmortal. Fue entonces cuando la vi. Lucía encantadora, con esas marcas de ser mortal que le quedaban tan bien. Espléndida. No podía dejar de mirarla. Lástima que no pude acercarme; mi rostro no era nada más que un conjunto de sensaciones, medio dispersas, que me permitían, a duras penas, pensar una frase para hablarle. Titubeé un “Sofía, aún por aquí”, pero no me escuchó. Es más, no estoy del todo seguro de haber emitido palabra alguna. La vi acercarse a una de las lápidas. Quizás venía a verme y, ante la falta de funeral, decidió dar un paseo. Preferí no saberlo. Dije “adiós para mí” en silencio. Me hundí en la tierra yo solo; con las pocas fuerzas que me quedaban, me até los pies a unas raíces nuevas de quien sabe qué planta, y coloqué mi cuerpo tierra adentro. Jamás volví.
En primavera, florecí amapolas.